La mesa era pequeña, pero alcanzaba. Siempre alcanzaba. Yo me sentaba al medio, como si mi lugar estuviera marcado desde antes.
El mate pasaba de mano en mano. Mamá lo cebaba rápido, con ese gesto automático que repetía como un rezo. A veces soplaba la bombilla antes de dármelo, como si temiera que me quemara. Ese soplo era la herencia, más que el mate: un cuidado disfrazado de gesto mínimo.
Papá lo recibía con demora, como si no tuviera apuro en entrar en la ronda. Decía algo al pasar, alguna noticia que le había quedado resonando, y la casa se llenaba de un murmullo distinto. Yo lo escuchaba y esperaba mi turno.
Recuerdo sobre todo los silencios. Silencios cómodos, de esos que no pesan. Silencios que repetían la escena sin que nadie lo dijera: mamá cebando, papá opinando, yo mirando. Como si el mate, más que bebida, fuera un reloj: marcaba las pausas, ordenaba las voces, sostenía algo que no sabíamos nombrar.
Con los años entendí que esa ronda era el pantano de mi memoria: una superficie calma, verde y repetida, donde cada burbuja de silencio guardaba algo que nunca se dijo. Y yo, todavía, me siento a esperar que ese mate vuelva a pasar.
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